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El destino de Ciro II el Grande

Hace unos meses hice mi humilde participación en el concurso en lengua catalana ARC-Catarsi de este año, que tiene como temática general la fantasía histórica. En el bimestre que participe (si he participado en otros, presentes o futuros, no es adecuado decirlo), el tema era el imperio Persa, y elegí la derrota de Ciro II el Grande a manos de la reina Tomiris de los masagetas. Ahora ya sé que no he pasado a la final y, por lo tanto, puedo enseñaros el relato que hice.

Fue una tarea entretenida, primero buscando de qué me gustaría hablar, y luego intentando ser veraz a la par que fantástico. El resultado fue el relato que os presento, aunque, haciendo honor a la verdad, tengo que deciros que he corregido algunos fallos importantes, aunque lo he conservado tan fielmente al original como he podido.


 El destino de Ciro II el Grande

El ejército de los masagetas se había desplegado frente al invasor persa, decidido a no sólo plantarles cara, sino también a pararles los pies por siempre a la orilla del río Aras. Los arqueros tensaban las cuerdas y afilaban las flechas, mientras los caballeros preparaban las lanzas sobre sus fieles monturas y los infantes afilaban sus sagaris. Y por encima de ellos sobresalía la imponente figura de su reina Tomiris, decidida a llevar personalmente su ejército a la victoria contra aquel que los había agraviado.

–¡Escúchame, Ciro! Te juro que hoy te hartarás de sangre. ¡Pagarás por la muerte de mi hijo!

Al otro lado de la planicie, Ciro II el Grande, al frente de su vasto ejército, poderoso como ningún otro, y sin rival digno de temer, se reía de sus oponentes.

–¿La oís todos? Una mujer se atreve a desafiarme. No es de extrañar que tengan hijos con tan poco valor que, cuando las cosas se tuercen, se quiten la vida.

Todo su ejército rió, mostrando el poco respeto que tenían hacia su rival.

–¡Tomiris! Nuestra victoria será tan rápida que ni tendrás tiempo de lamentarte. ¡Y te verás obligada a convertirte en mi esposa!

Pero la orgullosa reina ni se inmutó ante aquella amenaza, a pesar de ser consciente de que su enemigo había comprado el título de rey de reyes con la sangre de todos aquellos que, como ella, se le habían opuesto. Sin embargo, dio la orden de atacar y sus arqueros lanzaron una lluvia de flechas sobre los persas. Y los persas respondieron.

La lucha había empezado y no había lugar para la clemencia. Los proyectiles se entrecruzaban sobre el campo de batalla, cayendo como una lluvia de bronce letal sobre los guerreros de ambos bandos. Los arqueros habían sembrado la muerte y la desolación por toda la explanada, pero el combate aún no había terminado y la caballería persa consiguió abrirse paso hasta las líneas masagetas, cargando contra sus arqueros. Pero una astuta maniobra de flanqueo de los caballeros defensores interrumpió el avance de las tropas de Ciro, haciéndoles probar las puntas de bronce de sus lanzas. Bestias y jinetes lucharon ferozmente, lanzando poderosas acometidas contra sus enemigos, indiferentemente de que fuera animal o persona. La lucha parecía igualada entre las caballerías, pero el avance de los infantes masagetas con sus hachas de dos cabezas la haría decantarse en contra de los intereses de Ciro II el Grande.

–¡Por cada incivilizado que matéis, os regalaré seis vírgenes!

Y con este grito, el gran rey persa se lanzó al ataque seguido por el grueso de toda su tropa, ya fueran arqueros en reserva o lanceros que defendían la posición, corriendo y gritando hacia el enemigo.

El encuentro fue brutal. El bronce entrechocó haciendo saltar chispas en cada impacto. Los persas atravesaban sus enemigos con sus lanzas y los degollaban con sus puñales, mientras los masagetas esgrimían sus sagaris amputando los brazos y las piernas de los invasores, o destripándolos de un solo tajo. Y el suelo se iba enrojeciendo con la sangre de los caídos.

En medio de la batalla, rodeado de cadáveres desmembrados, se alzaba invencible el Gran Ciro II, el rey de reyes, desafiando a todo el campo de batalla, abriéndose paso hacia la reina y sembrando la muerte entre los masagetas.

–¡Tomiris! Ríndete ahora que aún estás a tiempo. Mi ejército es superior. ¡Es inmortal!

Pero la reina sonrió y se adentró en el campo de batalla protegida por su escolta personal.

–No me rendiré, Ciro, porque tu fin está cerca.

El gran rey persa, mientras acababa con la vida de otro masageta, rió a más no poder.

–¡Mujer tenías que ser! Sois todas tan tontas …

Pero la reina sabía lo que se hacía, y tenía en Ciro donde ella deseaba.

–¿No decías que tu ejercido es inmortal? ¡Pues que así sea!

Tomiris extendió su brazo derecho, apuntando a uno de lanceros persas caídos en combate, y de su dedo índice brotó un humo negro que envolvió el cadáver, deslizándose por la boca entreabierta. Y el muerto se levantó. Pero el gran Ciro fue rápido de reflejos y de un golpe lo partió por la mitad.

–¿Eso es todo lo que puedes hacer? ¡Bruja!

La reina extendió ambos brazos, y de cada uno de sus dedos volvió a brotar el mismo humo negro que fue esparciéndose por el suelo ensangrentado y filtrándose dentro de los cuerpos inertes de los soldados persas caídos.

-Ciro, hiciste trampas en la primera batalla. Ahora pagarás por todo el mal que has hecho.

El gran rey persa, decidido a terminar con la reina bruja, empezó a cargar contra su escolta, pero una mano surgió entre el negro manto neblinoso que recubría el suelo, y le cogió un pie. Tambaleó, casi cayó, sin embargo, de un solo tajo consiguió deshacerse de aquel putrefacto miembro. No obstante, siguieron otras manos, y más soldados persas iban levantándose para ocupar su lugar contra el que había sido el su rey.

-Escúchame, Ciro, los muertos no te perdonan que los hayas obligado a luchar hasta el final por tu gloria personal. Ahora ellos se cobrarán la suya.

El gran rey persa quedó inmovilizado por los brazos que él mismo había cortado, y sobrevivía desviando las lanzas que antes habían luchado a su lado, mientras los puñales le iban rasgando la piel. Hasta que uno de esos muertos alzados, esgrimiendo su larga arma rematada con una punta de bronce bien afilada, y libre del temor de los vivos, consiguió atravesar el estómago hasta hundirla en el suelo, dejando el rey de pie, allí clavado, agonizando.

La reina se le acercó y lo observó con aires de superioridad, viendo cómo la sangre manaba por la lanza, creando un charco en el suelo.

-Y ahora, tal y como te había prometido, te hartarás de sangre.

Tomiris levantó su sagaris dorada, haciéndola caer como un rayo, y la cabeza de Ciro II el Grande rey persa, se ahogó en el charco de su propia sangre.

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